En el cementerio de Sevilla hay una tumba que resalta de las demás, es la tumba de un escultor sevillano. Está en el centro del cementerio y como lápida tiene un Cristo enorme tallado en bronce.

Aquí es muy popular sacar en la Semana Santa a las imágenes en procesión y miles de personas vienen a ver la devoción que este pueblo tiene por su Dios.
Este escultor que  tallaba imágenes, para las iglesias de Sevilla, pero el último Cristo lo tallo con las piernas al contrario, lo hizo con la pierna izquierda sobre la derecha, al contemplar la obra terminada vió el fallo, su negligencia se pagó con su muerte, le afectó tanto que se ahorcó, lo encontraron en su estudio colgado de una cuerda y sin vida.( otros cuentan,que su suicídio se debió al haber encontrado a su esposa en brazos de otro hombre …)

Todos creyeron que el mejor homenaje para aquel hombre de Dios era enterrarlo en el centro del cementerio y como cruz o lápida, el Cristo que tanto tiempo tardó en tallar.
Y así lo hicieron, unos diez años después el guarda del cementerio observó que el cristo lloraba, los responsables del Vaticano fueron a verlo y efectivamente lloraba, de sus ojos caían lagrimas de miel y todos se preguntaron por qué, era el escultor llorando su pena, dulce pena opinaban, ya que sus lágrimas eran pura miel de abeja.

Al reconocer la imagen en profundidad se vio que el milagro la hacían una abejas, el escultor talló hueco al Cristo para que no pesara demasiado y unas abejas hicieron colmena dentro y de ahí las lágrimas, los ojos se tallaron tan finos que quedaron aberturas dentro de él y por ahí caía la miel.

Desde entonces fue bautizado con el nombre del Cristo de las Mieles y cada día 1 de noviembre, las gentes de Sevilla, van a recoger lágrimas de miel para recordar la dulzura de aquel escultor Sevillano.

Con ocasión del nombramiento del primer escribano mayor del Cabildo de Sevilla, el Rey D.
Pedro llevó a los pretendientes a los jardines de Maria de Padilla en el Alcázar y les
pidió que le dijeran cuantas naranjas flotaban en un estanque de los jardines.
Todos las cuentan y repiten la misma cantidad.

Todos excepto uno, de los Pineda de Sevilla que las sacó del estanque una a una y las
contó. Las mismas que todos habían dicho.
Preguntole el Rey el porqué de este hecho y éste contestó:
– Porque podían ser medias naranjas. Y cortando una por la mitad la arrojó al estanque y al flotar boca abajo parecía entera.
– No podía dar fe sin comprobar realmente si eran enteras o medias naranjas.
Desde entonces y por muchos años, los Pineda ostentaron el oficio de Escribano mayor del Cabildo de Sevilla.
Juan de Pineda era su nombre.

Allá por 1.391, en la ciudad de Sevilla convivían sin dificultades judios, moriscos y cristianos.

En la primavera del mismo año, el Arcediano de Écija, don Fernando Martínez, comenzó a recorrer la ciudad, arengando y exhortando a los sevillanos en contra de la raza judía.

Desde la conquista de Sevilla por Fernando III, la autoridad de los reyes, había velado por respetar y hacer respetar los derechos de las minorías hebrea y musulmana, dejándoles el libre culto de sus religiones respectivas, en una mezquita, sita en la Plaza de San Pedro actual y las tres Sinagogas, ( una en lo que ahora es la Plaza de Santa Cruz, otra en lo que ahora es iglesia de Santa Maria la Blanca y otra en el actual templo de San Bartolomé).

Ocurrió que, don Fernando Martínez, llevó sus predicaciones mucho más allá de lo que la prudencia aconsejaba, soliviantando los ánimos populares contra los judíos, bajo un acendrado fervor religioso.

En el mes de marzo estalló al fin el odio sembrado por el Arcediano de Écija, promoviéndose un motín popular, en el que los plebellos, entrarón, por el barrio de la Judería saqueando tiendas y maltratando a sus moradores. Al saber la noticia, acudieron con alguaciles D. Alvar Pérez de Guzmán (Alguacil Mayor de la Ciudad) y los Alcaldes Mayores, D. Ruí Pérez de Esquibel y D.Fernando Arias de Cuadros.

Fueron apresados dos de los alborotadores, siendo condenados a unos cuantos azotes.

Esta impunidad, alentó al populacho que, enardecido con nuevas palabras del Arcediano de Écija, el día 6 de junio a los gritos de «muerte a los judíos», entraron nuevamente en el ya saqueado barrio. Esta vez, el pueblo bajo no se detuvo en saquear sino que, con cuchillos, dagas y herramientas se dieron a buscar a los judíos persiguiéndoles como a las fieras por las estrechas calles de la Judería.

En aquel entonces la Judería comprendía los actuales barrios de Santa Cruz, Santa María la Blanca y San Bartolomé, y estaba separado del resto de la ciudad por un muro (casi muralla), que bajaba desde el comienzo de la calle Conde Ibarra, pasando por la plaza de las Mercedarias, hasta la muralla de la ciudad. Así, el barrio judío quedaba encerrado, por un lado, por el muro del Alcázar, callejón del Agua arriba. Por otro lado, por ese muro de la calle Conde Ibarra; por abajo por la muralla de la ciudad que iba bordeando la puerta de Carmona, Puerta de la Carne, a enlazar con el Alcázar. Y por arriba otro muro desde Santa Marta al Alcázar y por Mateos Gago a Conde de Ibarra. Este barrio judío solamente tenía dos puertas, una en Mateos Gago, y otra, la Puerta de la Carne, que daba al campo.

Por ambas puertas, se precipitó el populacho, para impedir la huida de los hebreos. Hombres, mujeres y niños fueron degollados sin piedad en las calles, en sus casas, y en las sinagogas.

La matanza duró un día entero y perecieron la enorme cifra de cuatro mil criaturas.

Los pocos supervivientes, huyeron a las afueras de Sevilla. Pasado algún tiempo, y no sin recelo, volvieron algunas familias judías y reconstruyeron sus tiendas y sus casas, pero esto, no hizo que volviera a ser el barrio considerado como judío.

De las tres Sinagogas que existían por aquel entonces, fueron expropiadas y convertidas. La primera fué convertida en la Parroquia de Santa María de las Nieves (popularmente llamada la Blanca). La segunda, la hiciéron la Parroquia de San Bartolomé y la tercera, en la Iglesia de Santa Cruz, ( pero no la actual), que estuvo en el terreno que hoy ocupa la Plaza de Santa Cruz, hoy desaparecida (aunque actualmente está la nueva iglesia de Santa Cruz).

Los judíos de Sevilla no volvieron a reponerse de aquel exterminio; por lo cual, el decreto de expulsión de los judíos (dictado por los Reyes Católicos en 1492) fue notado en todas las ciudades del reino, menos en Sevilla, de donde no se expulsó prácticamente a nadie, puesto que no había ya judíos en la ciudad.

Cuenta la leyenda, que la diosa Astarté, huyendo de la persecución amorosa de Hércules, se refugió en la orilla del río que hoy se conoce por Triana.

El todopoderoso Hércules remontó el Guadalquivir buscando a Astarté sobre todo en la orilla opuesta por lo que fue incapaz de encontrarla.

En su búsqueda tanto le gustó a Hércules la tierra que descubrió que, complacido, decidió fundar en ella una ciudad a la que bautizó con el nombre de Híspalis.

Asimismo, Astarté ( diosa de la fecundidad), quedó prendada por la parte de la orilla en la que se había refugiado y pensó, que la naturaleza privilegiada que la rodeaba era lugar idóneo para erigir una nueva ciudad.

Cuenta la leyenda que Astarté no dudó en llamar a esta nueva ciudad, a la otra orilla del Guadalquivir, TRIANA.

«La leyenda cuenta que la Torre del Oro servía como refugio a las damas que cortejaba el Rey Pedro I el Cruel, cuyo más celebre amorío fue el de doña Aldonza, hermana de doña María Coronel, que vivía aquí, en la Torre del Oro, mientras que su esposa, María de Padilla, habitaba en el Alcázar.»

Toma el nombre de Oro porque de ese color eran los cabellos de la bellísima dama, a quien el rey Don Pedro tuvo encerrada en la torre, aprovechando la ocasión de que el marido de la dama se encontraba guerreando con sus soldados.
La hembra de los cabellos de oro, por guardarse de las tentaciones del mundo, se había encerrado en un convento aguardando la vuelta del esposo para dejar la clausura.
Sucedió que el rey, para el cual no había clausura en los conventos, vio un día a la señora de la cabellera de oro, cuyas trenzas, por lo abundantes, no podía ocultar en la toca monjil, y se enamoró de ella. Era una santa la monja, y se consideró perdida porque Don Pedro era un hombre que lo que quería hacía, y valiéndose de la fuerza que le daba ser el rey, la sacó del convento encerrándola en la torre.
La dama no pensó jamás en quitarse la vida, pero sí en sacrificar su hermosura. Lo primero que hizo fue cortarse la espléndida cabellera de aquel oro tan codiciado por el rey, y después pensó en arrojarse a la cara un frasco de vitriolo.
La hermosa estaba tan bien custodiada en la torre, que le fue imposible adquirir el vitriolo, y como se valiera de una mujer que estaba a su cuidado para conseguirlo, ésta, en lugar de proporcionárselo, se lo contó todo al rey Don Pedro. El monarca se puso furioso al conocer las horribles resoluciones de su prisionera. Abusó de la pobre dama indefensa, devolviéndola luego al convento. Pero ella no esperó el regreso de su esposo, si no la muerte, que no tardó en llegar, siendo más humana y piadosa que Don Pedro.
Su esposo no llegó a verla ni viva ni muerta. Agravado y ansioso de venganza, fue a reunirse con «El Bastardo», un hermano de Don Pedro, cuando los dos hermanos estaban enzarzados en una guerra de exterminio.
El fin de Don Pedro fue desastroso como todos sabemos.»

En 1857, durante el reinado de Doña Isabel II y bajo el gobierno de Narváez, tuvo lugar la primera guerra carlista. Se sucedieron los motines y cuartelazos.

Un grupo de jóvenes liberales Sevillanos, capitaneados por el coronel retirado D. Joaquín Serra y dirigidos por D. Cayetano Morales y por D. Manuel Caro, decidieron alzarse en armas. Organizaron una partida fulastrona, que el 29 de junio se echó al monte, camino de Ronda, cometiendo diversas tropelías en El Arahal y otros pueblos. En Benaoján les diéron alcance las tropas de los regimientos de Albuera y de Alcántara.

Los sublevados apenas dispararon un tiro, mientras las tropas les hicieron 25 muertos en las primeras descargas e hiciéron prisioneros a todos los supervivientes. El lance costó el cargo al gobernador y al capitán general. Madrid envió con plenos poderes (civiles y militares), a un duro comisionado de Narváez, D. Manuel Lassala y Solera quien, sin que le temblara la mano, mandó fusilar a los 82 detenidos que se hallaban presos en el cuartel de San Laureano.

El alcalde D. García de Vinuesa pidió en vano el indulto, pues, la mayoría eran menores de edad y miembros de familias de aristócratas de Sevilla.

Llegada la mañana del 11 de julio, fueron sacados de San Laureano y llevados a la Plaza de Armas del Campo de Marte para ser fusilados.

La misma Sevilla novelera que acudía a la plaza de San Francisco a los autos de fe, llenó las afueras de la Puerta de Triana para ver el fusilamiento. Sacerdotes y hermanos de la Caridad ayudaban a bien morir a los muchachos que, no acababan de creerse que aquellos soldados los fusilarían.

En aquel espanto llegó el alcalde D. García de Vinuesa con dos alguaciles, y diose cuenta de lo inútil de su intento por salvarlos.

El alcalde desolado, se fue hacia la Puerta Real y, hallando una piedra en una esquina, se sentó rompiendo a llorar. D. García de Vinuesa lamentó de todo corazón la muerte de aquellos sevillanos fusilados (los alguaciles que lo acompañaban contaron como oyeron al alcalde lamentarse una y otra vez, durante horas).

Desde entonces, aquella piedra donde el alcalde se sentó, recibió el nombre de » La Piedra Llorosa» y ha sido conservada a lo largo de los tiempos.

20110412-112458.jpg

20110412-112523.jpg

Corría el siglo XV. Estaba Mateo el Rubio bebiendo con sus compadres en una taberna sevillana de la calle del Buen Rostro. Entre carcajadas y órdagos se detuvo ante la puerta el Santísimo Sacramento, ante el que era obligatorio arrodillarse por orden del rey Don Juan II, esta norma puede leerse todavía, bajo la cruz de los Polaineros, en el exterior de la Iglesia del Salvador (en la calle Villegas). Todos lo hicieron con reverencia, salvo Mateo, que insultó y blasfemó al Santísimo Sacramento, y se mofó de los parroquianos y del sacerdote diciendo que eso era cosa de beatas. Un rayo divino cayó entonces sobre él, el cual le hundíó en la tierra las rodillas que no quiso doblar, convirtiendo su cuerpo en piedra.

Su torso se puede contemplar todavía en la calle que lleva el nombre del prodigio y el castigo: Hombre de piedra

20110412-112047.jpg

Doña María Coronel estaba casada con Don Juan de la Cerda, descendiente de la Familia Real de León.

Don Juan fue condenado y decapitado por formar parte en una conspiración contra el trono de Don Pedro I llamado «el Cruel».

Doña María Coronel ya viuda, vivía sola y tranquila administrando sus bienes. Pasado el tiempo, Don Pedro I, conoció a Doña María y quedó perdidamente enamorado de ella.

Don Pedro persiguió durante un tiempo a Doña María que huía de él allá donde se encontrase. Cansada de tantas persecuciones, Doña María decide irse a vivir con sus padres.

Una noche, tuvo que huir de casa de sus padres por una ventana trasera, ya que Don Pedro se disponía a asaltar la casa para llevársela al Alcázar. En su huida, Doña María fue a esconderse al Convento de Santa Clara donde, temiendo que el Rey entrase a buscarla, la escondieron en una zanja que había en el patio, la cubrieron con maderas y le echaron tierra por encima.

Al día siguiente, alguien informó al Rey del paradero de Doña María y este fue de inmediato a buscarla aunque por suerte no la encontró, ya que aún seguía escondida.

El rey dejó pasar un tiempo, y un día por sorpresa se presentó en el convento. Cuando Doña María se vió descubierta, corrió a la cocina y sin pensarlo dos veces, cogió una sartén con aceite hirviendo que ella misma se vertió en la cara con la única pretensión de dejar de gustarle al rey.

Don Pedro I al entrar en la cocina y ver el rostro sangriento y quemado de Doña María, huyó despavorido. El Rey arrepentido y presa del remordimiento, ordenó a la Priora que cuidase de ella y que se le diera todo lo que necesitara además de que le informaran de cualquier deseo que Doña María tuviese con intención de concedérselo para acallar su mala conciencia.

Doña María sólo pidió al Rey que le devolviese el solar que había arrebatado a su marido, para construir un Convento, a lo cual el rey accedió construyendo el que hoy es el Convento de Santa Inés.

Al cabo de los años, al morir Doña María ya en avanzada edad (era en aquel momento la priora), fue enterrada en el coro del convento. Años más tarde al realizar unas obras de restauración, encontraron su ataúd.

Al abrir el ataúd descubrieron que el cadaver de Doña María se conservaba inexplicablemente en perfecto estado. Tanto es así, que incluso se le pueden ver las cicatrices de las heridas del aceite en la cara.

El cadaver de Doña María se introdujo en una urna que, hoy en día, puede visitarse todos los días 2 de diciembre de cada año en la Iglesia de Santa Inés

En el Patio de los Naranjos de la Catedral de Sevilla se encuentran colgados en una de las vigas del techo 3 objetos: un cocodrilo de tamaño natural, un bocado de caballo y un bastón de mando.

Por el año 1.260, el sultán de Egipto envió una embajada al rey Alfonso X el Sabio para pedir la mano de su hija Berenguela. La embajada trajo diversos presentes, entre ellos: un hermoso colmillo de elefante, un cocodrilo del Nilo vivo y una jirafa domesticada con su montura, su freno y bridas.

El rey castellano rechazó la petición de mano de su hija, devolvió la embajada cargada de buenas palabras y de regalos para el sultán, y aquí quedaron el cocodrilo y la jirafa. Pasado el tiempo, y muerto el cocodrilo, se disecó, y su piel rellena de paja fue colgada del Patio de los Naranjos junto con el freno de la jirafa.

Años después, se colgó como recuerdo la vara del embajador castellano que regresó de Egipto

Don Alonso de Guzmán, hijo de Guzmán «el Bueno» era uno de los continuos conspiradores contra el trono de Don Pedro I, (para unos el Justiciero para otros el Cruel).

En una de esas conspiraciones contra el trono, fue detenida su esposa Doña Urraca Ossorio, y condenada a muerte por su participación como cabecilla.

La ejecución se llevó a cabo era en la Laguna de la Cañaveria, actual Alameda de Hércules, al final de la calle Pedro Niño, donde confluye con la calle Cruz de las Tinajas.

En aquella época se incineraban a los ajusticiados, cuando se dió la orden de encender la pira de hoguera, con el humo se le levantó la falda a la señora Ossorio, mostrando sus muslos e intimidades ante el pueblo al que le gustaba asistir a las ejecuciones.

Doña Leonor Dávalos, una joven protegida de la familia Guzmán que asistía a la ejecución se lanzó a la hoguera para bajarle la falda a su señora ya muerta y evitarle así lo que creían en aquella época la deshonra.

Doña Leonor fue también presa de las llamas y murió junto a su señora en un gesto tan estúpido y temerario, como de indiscutible lealtad y gratitud.

Sus cenizas fueron enterradas en el mismo sepulcro que las de Doña Urraca, concretamente en uno de los laterales de la iglesia del monasterio fortificado de San Isidoro del Campo en la vecina localidad de Santiponce.

El lugar de la ejecución fue señalado con una cruz, en cuya base había una tinaja. De ahí que la calle, hoy en día se llame Cruz de la Tinaja.